Este artículo es de una carta que le envié a una amiga mía con quien entro mucho en discusiones políticas, específicamente acerca de los conflictos de clase que existen hoy en el mundo.
La semana pasada hablamos del Libro de Santiago, y me gustaría centrarme en algo concreto del capítulo dos. Los versículos 1-9 hablan de cómo Dios no hace acepción de personas, en la forma en que el mundo considera “el respeto”. Estamos acostumbrados a dar honor a las personas de alta posición ya sea financiera, autoritaria o debido a que están asociadas, por ejemplo, con un equipo deportivo o algo excepcional por cualquier razón. Pero Dios elige a los humildes, a los pobres, a los pequeños para cambiar el mundo a Su manera. Él eligió José Smith, hijo, para restaurar Su iglesia, un corriente granjero con un nombre común y ni siquiera el primero de ellos en su familia. Él no restauró la iglesia a un gran rey, conocedor de la cultura o incluso un predicador. Reconoció el valor de la oración de un joven granjero y supo que podría utilizarlo para predicar el Evangelio al resto del mundo, a pesar de sus defectos y sus orígenes humildes.
A lo largo de las Escrituras, Cristo y los discípulos llegaron a los más humildes. La primera persona a quien se le apareció Cristo después de su resurrección y el primer europeo en convertirse al evangelio, en ambas posiciones increíbles, fueron mujeres. En ese momento, se consideraba que las mujeres no tenían casi ninguna reputación, pero Cristo conocía sus seres divinos. Por lo general, Cristo solo iba específicamente a quienes preguntaban por Él, o dejaba que la gente se acercara a Él. Sin embargo, Él se acercó por voluntad propia a la mujer en el pozo, quien fue solo porque su comunidad la había rechazado por su fornicación. Pablo, uno de los más famosos apóstoles cristianos, era bien conocido por acercarse varias veces a los gentiles para predicar el cristianismo, los judíos lo consideraban sin valor porque no eran “El pueblo elegido de Dios”.
Estos son sólo algunos de los aspectos más destacados, Dios nos ve igual. Nos vestimos de blanco cuando entramos en el templo, no somos segregados, nuestras posesiones terrenales se quedan atrás. El campo de juego está nivelado para todos. Haríamos bien en recordar que Dios nos juzga por nuestro potencial, y ¿quién podría tener un mayor potencial que los que podrían parecer los más humildes?