Élder Russell M. Nelson
Del Quórum de los Doce Apóstoles
El Élder Nelson testifica de la capacidad y voluntad de Cristo para sanar, tanto física (porque los mormones creen en los milagros) como espiritualmente (porque los mormones también creen en la redención y paz de Cristo).
Fe, arrepentimiento, bautismo, un testimonio, y una conversión duradera nos llevan hacia el poder sanador del Señor.
Mis amados hermanos y hermanas, saludos afectuosos a todos ustedes. De parte de las Autoridades Generales, les expreso gratitud por su integridad, por sus muchos y generosos actos de bondad, así como por sus oraciones e influencia sustentadora en nuestra vida. Nuestros retos son como los de ustedes. Todos estamos sujetos al pesar y al sufrimiento, a las enfermedades y a la muerte. A través de los tiempos buenos y de los tiempos difíciles, el Señor espera que cada uno de nosotros persevere hasta el fin. Al paso que todos avanzamos juntos en Su sagrada obra, las Autoridades Generales comprenden la importancia de su interés por nosotros que con tanto amor nos brindan y que con tanta gratitud recibimos. Los amamos y oramos por ustedes, así como ustedes oran por nosotros.
Expreso gratitud especial al Señor Jesucristo. Estoy agradecido por Su amorosa bondad y por su manifiesta invitación a venir a Él1. Me maravillo de Su incomparable poder para sanar. Doy testimonio de que Jesucristo es el Maestro Sanador. Y ése no es sino uno de los muchos atributos que caracterizaron Su vida excepcional.
Jesús es el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios, el Creador, el gran Jehová, el prometido Emanuel, nuestro expiatorio Salvador y Redentor, nuestro abogado para con el Padre, nuestro gran Ejemplo. Y un día compareceremos ante Él que es nuestro justo y misericordioso Juez.
Milagros de sanidad
En calidad de Maestro Sanador, Jesús dijo a Sus amigos: “Id, haced saber… lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, [y] los muertos son resucitados”.
En los libros de Mateo, Marcos, Lucas y Juan se relata reiteradamente que Jesús anduvo predicando el Evangelio y sanando toda enfermedad y toda dolencia.
Cuando el Redentor resucitado apareció a los antiguos habitantes de América, misericordiosamente invitó a los que estuviesen “afligidos de manera alguna” a ir a Él para sanarlos.
Prodigiosamente, Su divina autoridad para sanar a los enfermos fue conferida a dignos poseedores del sacerdocio en dispensaciones anteriores y de nuevo en éstos, los últimos días, en los que Su Evangelio ha sido restaurado en su plenitud.
La influencia de la oración en la sanidad
También tenemos acceso a Su poder sanador por medio de la oración. Jamás olvidaré la experiencia que vivimos mi esposa y yo hace ya tres décadas con el presidente Spencer W. Kimball y su amada esposa Camilla. Nos encontrábamos en Hamilton, Nueva Zelanda, para asistir a una gran conferencia con los santos. Yo no era Autoridad General en aquel tiempo y se me había invitado a participar tanto en ésa como en otras reuniones por el estilo en otras islas del sur del Pacífico mientras era el presidente general de la Escuela Dominical. Y, en calidad de doctor en medicina, atendí al presidente Kimball y a su esposa durante muchos años. Los conocí a los dos muy bien, por dentro y por fuera.
Para esa conferencia, la juventud local de la Iglesia había preparado un programa cultural especial para el sábado al atardecer. Lamentablemente, tanto el presidente Kimball como su esposa se pusieron muy enfermos con una fiebre muy alta. Tras haber recibido bendiciones del sacerdocio, se quedaron a descansar en la cercana casa del presidente del Templo de Nueva Zelanda. El presidente Kimball le pidió a su consejero, el presidente N. Eldon Tanner, que presidiera el espectáculo cultural y pidiese las correspondientes disculpas por la ausencia del presidente Kimball y de su esposa.
Mi esposa fue a la representación con el presidente Tanner y su esposa, y el secretario del presidente Kimball, el hermano D. Arthur Haycock, y yo nos quedamos cuidando de nuestros afiebrados amigos.
Mientras el presidente Kimball dormía, yo leía sin hacer ruido en su habitación. De pronto, el presidente Kimball se despertó y me preguntó: “Hermano Nelson, ¿a qué hora comenzaba el programa de esta noche?”
“A las siete, presidente Kimball”.
“¿Y qué hora es?”
“Casi las siete”, le contesté.
El presidente Kimball se apresuró a decirme: “¡Dígale a la hermana Kimball que iremos!”.
Le tomé la temperatura al presidente Kimball, ¡y la tenía normal! Le tomé la temperatura a la hermana Kimball, ¡y también la tenía normal!
Se vistieron rápidamente y subimos a un automóvil en el que se nos condujo al estadio del Colegio Universitario de la Iglesia de Nueva Zelanda. Al entrar el vehículo en el estadio, el público estalló en una muy fuerte y espontánea ovación. ¡Fue algo muy fuera de lo normal! Tras haber ocupado nuestros asientos, le pregunté a mi esposa a qué se había debido aquella repentina ovación. Me dijo que, cuando el presidente Tanner dio comienzo a la reunión, había pedido las correspondientes disculpas por la ausencia del presidente Kimball y su esposa debido a que se habían puesto enfermos. En seguida, se le pidió a uno de los jóvenes neozelandeses que diese la primera oración.
Con gran fe, dio lo que mi esposa describió como una oración más bien larga pero potente, en la que dijo: “Nos encontramos aquí tres mil jóvenes neozelandeses, tras habernos preparado durante seis meses para cantar y bailar para Tu profeta. ¡Te imploramos que le sanes para que llegue hasta aquí!”. Después de que todos dijeron “amén”, entró en el estadio el automóvil en el que llevaban al presidente Kimball y a su esposa. ¡Los reconocieron de inmediato e instantáneamente les dieron una ovación!.
¡Presencié el poder sanador del Señor! ¡También presencié la revelación que recibió Su profeta viviente y la forma en la que respondió a ella!
Reconozco que, a veces, algunas de nuestras más fervientes oraciones quedan al parecer sin respuesta. Nos preguntamos: “¿Por qué?”. ¡Sé lo que se siente! Conozco los temores y las lágrimas de esos momentos. Pero también sé que nuestras oraciones nunca son desoídas, que nuestra fe nunca pierde su valor. Sé que la visión de nuestro omnisciente Padre Celestial es infinitamente más amplia que la nuestra. En tanto nosotros sabemos de nuestros problemas y dolores mortales, Él sabe de nuestro progreso y potencial inmortales. Si oramos para conocer Su voluntad y someternos a ella con paciencia y con valentía, la sanidad celestial tendrá lugar a Su propia manera y a Su tiempo.
Los pasos que hay que seguir para ser sanados
Las dolencias provienen tanto de causas físicas como de causas espirituales. Alma, hijo de Alma, se acordó de que su pecado era tan doloroso que deseó ser “aniquilado en cuerpo y alma, a fin de no ser llevado para comparecer ante la presencia de… Dios para ser juzgado por [sus] obras”. En tales ocasiones, ¿cómo podemos ser sanados por Él?
¡Podemos arrepentirnos de un modo más completo! ¡Podemos convertirnos más íntegramente! Entonces, el “Hijo de Justicia” podrá bendecirnos más plenamente con Su mano sanadora.
A principios de Su ministerio mortal, Jesús anunció que había sido enviado “a sanar a los quebrantados de corazón”. Dondequiera que impartió enseñanzas, Su modelo fue uniforme. Mientras cito las palabras que Él habló en cuatro ocasiones y lugares diferentes, fíjense en el modelo.
• A la gente de la Tierra Santa, el Señor habló para que los de Su pueblo “vean con los ojos, y oigan con los oídos, y con el corazón entiendan, y se conviertan, y yo los sane”.
• A los habitantes de la Antigua América, el Señor resucitado hizo esta invitación: “…¿no os volveréis a mí ahora, y os arrepentiréis de vuestros pecados, y os convertiréis para que yo os sane?”.
• A los líderes de Su Iglesia, Él enseñó: “…debéis continuar ministrando por éstos; pues no sabéis si tal vez vuelvan, y se arrepientan, y vengan a mí con íntegro propósito de corazón, y yo los sane”.
• Posteriormente, durante “la restauración de todas las cosas”, el Señor enseñó a José Smith con respecto a los pioneros: “Y después de sus tentaciones y de mucha tribulación, he aquí, yo, el Señor, los buscaré; y si no se obstina su corazón ni se endurece su cerviz en contra de mí, serán convertidos y yo los sanaré”.
La secuencia del modelo del Señor es importante. La fe, el arrepentimiento, el bautismo, el testimonio y la conversión perdurable conducen al poder sanador del Señor. El bautismo es el acto de un convenio, la señal de un cometido y de una promesa. El testimonio se crea cuando el Espíritu Santo da convicción al que busca la verdad con fervor. El verdadero testimonio incrementa la fe, promueve el arrepentimiento y la obediencia a los mandamientos de Dios. El testimonio engendra el entusiasmo para servir a Dios y a los semejantes. La conversión significa “volverse hacia… [y] con”. La conversión es volverse de las maneras del mundo hacia las maneras del Señor y permanecer con ellas. La conversión comprende el arrepentimiento y la obediencia. La conversión efectúa un potente cambio en el corazón. Por lo tanto, el verdadero converso “nace de nuevo” y anda en vida nueva.
Como conversos de verdad, nos sentimos motivados a hacer lo que el Señor desea que hagamos y a ser la clase de personas que Él desea que seamos. La remisión de pecados, que conlleva el perdón divino, sana el espíritu.
¿Cómo podemos saber si nos hemos convertido de verdad? Hay pruebas de introspección en las Escrituras. Una de ellas mide el grado de conversión que debemos tener antes de nuestro bautismo. Otra mide nuestra buena disposición para prestar servicio a los demás. A Su discípulo Pedro el Señor dijo: “…yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto [o sea, convertido], confirma [o sea, fortalece] a tus hermanos”. La buena disposición para servir y fortalecer a los demás se yergue como símbolo del estado de preparación de cada uno para ser sanado.
La magnitud de Su sanidad
Juan el amado dijo: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. ¡Qué poder! Únicamente el Maestro Sanador podía quitar el pecado del mundo. Nuestra deuda para con Él es de una magnitud incalculable.
Recuerdo bien una circunstancia que ocurrió cuando hablaba yo a un grupo de misioneros. Tras haberlos invitado a hacer preguntas, uno de los élderes se puso de pie y, entre lágrimas, me preguntó: “¿Por qué tuvo Jesús que sufrir tanto?”. Le pedí al élder que abriera el himnario y que recitara la letra del himno “¡Grande eres Tú!” y leyó:
Al recordar el gran amor del Padre
que desde el cielo al Salvador envió,
aquel Jesús que por salvarme vino
y en la cruz por mí sufrió y murió.
En seguida, le pedí que leyese la letra de “Mansos, Reverentes Hoy”, la cual es particularmente conmovedora debido a que está escrita como si el Señor diese Su propia respuesta a la mismísima pregunta que él había hecho:
Mansos, reverentes hoy
Inclinaos ante mí;
Redimidos, recordad,
Que os di la libertad.
Y mi sangre derramé,
Vuestra salvación gané…
Lo que hice recordad,
Para daros libertad;
En la cruz yo padecí,
Muerte para vos sufrí.
¡Jesús sufrió profundamente porque nos ama profundamente! Él desea que nos arrepintamos y nos convirtamos, para poder sanarnos totalmente.
Cuando estemos llenos de pesares, será el momento de profundizar nuestra fe en Dios, de trabajar más arduamente y de prestar servicio a los demás. Entonces Él sanará nuestro corazón desgarrado de dolor. Él nos dará paz y consuelo. Esos grandes dones nunca serán destruidos, ni siquiera con la muerte.
La Resurrección: El acto de sanidad supremo
La dádiva de la Resurrección es el supremo acto de sanidad del Señor. Gracias a Él, todo cuerpo será restaurado a su debida y perfecta forma. Gracias a Él, ninguna afección carece de esperanzas. Gracias a Él, mejores tiempos nos esperan más adelante, tanto en esta vida como en la vida venidera. El verdadero regocijo nos aguarda a todos y a cada uno… una vez que hayamos pasado esta vida de pesares.
Testifico que Dios vive, que Jesús es el Cristo, el Maestro Sanador, en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.