Por Tessa Joy McMillan

Como una niña de ocho años, estaba muy entusiasmada de tener una habitación propia. Pero no era como otras habitaciones. Era un ático: veinte pies de techos de bóveda, vigas de madera expuestas, telarañas, clavos sobresalientes, pisos de madera dura, y una columna de ladrillo creaban una atmósfera emocionante. Pero para que mi habitación sea aún más increíble, mi padre colgó un columpio en una de las grandes vigas de madera. Durante las fuertes tormentas eléctricas, me sentaba en mi columpio y me movía de un lado a otro al golpeteo de la lluvia. La vida era buena en mi columpio.

***

Era mi primer año en la secundaria. Me encantaba cada minuto de ella. Tenía muchos amigos, me sacaba buenas calificaciones en todas mis clases e iba a participar en la obra de la primavera, Winnie The Pooh. La vida no podría haber sido mejor, excepto por el hecho de que yo era un miembro de la iglesia SUD, estaba impacientemente esperando tener los grandes “dieciséis” para empezar a salir en citas. Pero, todo lo que importaba entonces era lo que estaba sucediendo allí en ese momento. El futuro parecía demasiado lejos como para preocuparse. Además, me divertía demasiado en el presente como para preocuparme por algo tan lejano.

***

Recuerdo que cuando estaba en la secundaria llegué a casa después de un agotador día de actividades escolares. Subí los dos tramos de escaleras para encontrar mi columpio esperando pacientemente por mí. Me deslicé fácilmente en el asiento de madera. Siempre encajaba perfectamente. Entonces, ¡despegué! Dejé volar mi imaginación, fingiendo que volaba sobre Alemania en la Segunda Guerra Mundial en un bombardero en picada o fingiendo que era una súper heroína que volaba por el aire para ayudar a rescatar a los que lo necesitaran. Pero luego me di cuenta que yo necesitaba un rescate. Había llegado a la altura límite de mi columpio y al empujarlo a su nivel más alto una de las cuerdas se había roto. Me vine abajo con las manos extendidas para amortiguar mi caída. Pero fue demasiado tarde. Yo había caído de tal altura que mis manos no evitaron que me golpee con una fuerza aterradora en el duro suelo de madera. Me quedé aturdida y conmocionada por un momento. Luego vino el dolor en mis manos. Me torcí las dos. Grité y lloré, no sólo por el dolor que estaba sintiendo, sino por la traición de mi precioso columpio. ¿Por qué ocurrió? ¿Por qué después de años de felicidad me traicionó? ¿Qué hice para merecer esto?

***

Lunes, 13 de abril de 1998. Hoy, todo estaba saliendo a mi manera. La secundaria definitivamente me estaba tratando bien. Mi mesa durante el almuerzo estaba llena de amigos que querían sentarse conmigo. Pero con el sonido de la campana tuve que dejar ese sabor de popularidad detrás para ir a la clase de gimnasia. Fui al vestuario, me cambié y me uní a mis amigas en clase para ver que actividad física nos esperaba. Nuestro profesor llegó y nos dio la buena noticia de que podíamos hacer cualquier actividad en clase. Tuve una idea y levanté mi mano para sugerir que debíamos jugar en patinetes. Los patinetes son tablas cuadrados con ruedas en ellas. Te sientas en la parte superior y te impulsas con las manos. Así, pasamos la hora empujándonos y riendo. La clase terminó y me sentí feliz el resto del día por la diversión que había tenido en la clase de gimnasia.

Miércoles, 15 de abril de 1998. Después de un largo pero buen día en la escuela, me tiré en mi lugar habitual en el sofá a ver unas insulsas horas de televisión. Sin embargo, algo parecía diferente. Mis dedos parecían incómodos al agarrar el control remoto. Intente sacarme conejos para que el malestar desapareciera. Pareció funcionar y superé la experiencia.

Unas horas más tarde, era hora de ir a la Mutual en la iglesia. Tenía que ir ya que mi madre estaba a cargo de la actividad para las Mujeres Jóvenes. Íbamos a hacer edredones esa noche para la gente pobre en la comunidad. Así que fuimos a la iglesia y armamos los bastidores de bordado cuando llegamos allí. Pronto llegaron las chicas y comenzamos a hacer edredones. Pero mientras disfrutaba haciendo edredones y charlando con el resto de las mujeres jóvenes, la incomodidad de horas antes volvió, sólo que el malestar se convirtió en un dolor insoportable. Dejé mi aguja, que estaba en medio de un nudo. Era demasiado doloroso, incluso como para sostener la gran aguja entre mis dedos. Corrí fuera de la habitación temiendo que gritaría debido al dolor.

El único lugar en que podía pensar para estar sola fue el auto de mi madre. Corrí hacia el auto y abrí la puerta. Pero el levantar la manija de la puerta del auto causó aún más dolor. Me mordí los labios y luché contra los gritos que rompían en mi garganta. Sin embargo, mientras me sentaba en el auto y dolorosamente tiraba para cerrar la puerta, no pude evitar derramar lágrimas.

Miré mis manos, parecían las mías. Las voltee examinándolas para ver si tenía magulladuras o cortes profundos que causaran este terrible dolor, pero no había nada. Se veían normales, pero que se sentían extrañas. No tenía sentido. ¿Por qué me estaba pasando esto?

Había albergado la esperanza de que el dolor disminuyera después de un par de horas, pero nunca lo hizo, el dolor no desaparecía. Me enviaron a un neurólogo el viernes, el no sabía por qué yo tenía dolor. El lunes me enviaron a un reumatólogo, tampoco sabía. El miércoles, fui a un cirujano de manos, el tampoco sabía. Los días se convirtieron en semanas, las semanas se convirtieron en meses sin respuestas de nadie en la profesión médica. Ningún médico sabía lo que tenía. Por lo tanto, me enviaron donde alguien que podría saber, pero el siguiente médico nunca lo supo. La mayoría de mis años de adolescencia se perdieron en salas de espera de médicos. Mis padres querían encontrar una cura para este dolor y yo también. Pero odiaba sentirme como si fuera una rata de laboratorio que era constantemente observada, golpeada y pinchada por los médicos que la estudiaban.

Se hicieron los diagnósticos, pero el siguiente médico no estaría de acuerdo y añadía otro nombre a mi misterioso dolor. Fue un ciclo atroz, los tratamientos se convirtieron en una tortura. En un momento, me diagnosticaron con distrofia simpática refleja (DSR). Los tratamientos para este diagnóstico eran inyecciones en el cuello para detener los mensajes de dolor de los nervios que mi cerebro supuestamente estaba enviando a mis manos. Dado que el dolor era bilateral, me tuvieron que poner dos inyecciones en dos nervios en mi cuello. Mi madre salía del trabajo y conducía por dos horas para llevarme hasta el Centro Medico de la Universidad de Kansas en la Ciudad de Kansas para recibir tratamiento por la mañana. Me ponía una bata de hospital, me echaba en una camilla y me limpiaban el cuello con yodo. Trataba desesperadamente de ignorar la jeringa de tres pulgadas que se dirigía a mi cuello. Rostros cubiertos con mascarillas nublaban mi visión a medida que la jeringa entraba en mi piel. Sí, estaba consciente y despierta durante estos tratamientos. No estoy segura de cómo aguantaba el pinchazo de la jeringa cada vez que entraba en mi cuello. Pero estos tratamientos nunca sirvieron. Regresaba a casa, con mi cuello vendado, y tenía tan terribles reacciones a los tratamientos que tenía que ir a la sala de emergencia. Me di cuenta que con estos “tratamientos” se habían creado más problemas de los que se habían resuelto.

Mi dolor que había estado situado en mis dos manos se propagó hacia el resto de mi cuerpo. No sólo era una adolescente que no podía vestirse o alimentarse por sí misma, a veces no podía caminar porque era demasiado doloroso moverme. Sólo podía sentir dolor todos los días. No sólo sentía dolor por mis problemas físicos, sino también por perder mi independencia de adolescente. Tuve que depender exclusivamente de mis padres para que me ayuden a funcionar por completo.

Las pastillas nunca funcionaron. También crearon más problemas de los que solucionaron. En un momento estaba tomando pastillas para detener las continuas migrañas que tenía. Pero las pastillas hacían que perdiera cabello. Por lo tanto, deje que tomarlas para detener la pérdida de cabello, pero las migrañas volvieron. Nada parecía funcionar. Cuando los doctores veían qué medicamentos tomaba o había tomado, en tono de broma me apodaron la “farmacia andante”. Yo no compartía su humor y comencé a preguntarse si existía alguna esperanza de encontrar una cura.

En medio de la búsqueda de respuestas, mi encantadora vida social se había ido. Ya no veía ni sabía de los amigos que me habían acompañado. Sentía demasiado dolor para hacer algo. La escuela quedaba fuera. Apenas podía sostener un lápiz sin que asomaran lágrimas de dolor en mis ojos. Los amigos que tenía sólo me veían por mi discapacidad. Estaba deformada y cambiada ante sus ojos. Fui rápidamente rechazada de interactuar con ellos porque era “diferente”. Una vez cuando me sentía lo suficientemente bien como para visitar mi escuela durante una hora, estaba caminando por el pasillo cuando uno de mis antiguos amigos me vio. Su mandíbula se cayó y sus ojos sobresalieron mientras caminaba hasta él.

“Hola, Maurice, ¿cómo te va?”, le pregunté.

Todavía me miraba con una mirada de shock e incredulidad.

“¿Qué pasa Maurice? ¿Por qué me miras así?” le pregunté. Comencé a caminar hacia el, pero él retrocedía lentamente. “¿Maurice?”

Finalmente reaccionó y dijo “Creí que estabas muerta”.

“¿Qué?”, grité.

“Hay un rumor en la escuela sobre ti. La gente ha estado diciendo que estabas en casa muriendo” continuó.

Lo miré por largo rato con la boca abierta. Volteé y lo dejé ahí parado. No podía creer que la gente estuviera esparciendo ese tipo de rumor sobre mí.

Fue horrible pensar que mis antiguos amigos que habían sido tan cercanos, ni siquiera se habían acercado de confirmar este rumor. Parecía como si ya nadie aparte de mi familia se preocupaba por mí. Estaba sola, luchando contra un enemigo desconocido que llevaba dentro. Seguí preguntándome si habría un momento de paz en mi vida.

Un día no pude aguatarlo más. Había tenido suficiente y me quebré. Luego de otro día inútil acostada en mi cama con dolor, me encontré sentada en el suelo escondida en un rincón de mi habitación. Mis brazos sostenían mis piernas contra mi pecho lo más fuerte que podía. Estaba en un aturdimiento cuando empecé a mecerme hacia adelante y hacia atrás en mi rincón. Todo lo que podía pensar era en cuánta carga era para mi familia y cuánta carga era el dolor para mí. Quería poner fin a todo. La muerte parecía brindar tanta paz e invitante después de un año de estar en constante dolor. Empecé a sollozar pensando que mi vida tendría que terminar así. Pero mis pensamientos fueron interrumpidos cuando mis padres entraron en mi habitación.

“Tessa” dijeron jadeando. “¿Qué estás haciendo? ¿Cuál es el problema, cariño?” Frenéticamente, corrieron a mi lado pero se detuvieron a unos centímetros de mi marco de balanceo. Al parecer, estaba murmurando la frase: “quiero morir, quiero morir, quiero morir”, una y otra vez. Ellos vieron horrorizados como me balanceaba y sollozaba en el suelo. Trataron de calmarme y de hacer que sacara de mi mente el querer poner fin a todo. Incluso intentaron llamar a más médicos para entender por qué estaba actuando de esta manera. ¿No se dan cuenta que no quería que sufrieran más por mi culpa?

De alguna manera a través de sus persuasiones, finalmente desistí. Mis padres me levantaron del suelo y me pusieron de vuelta en mi cama para que descansara y me relajara. Les pedí mi reproductor de CD para escuchar algo de música para calmar mis nervios. Lo hicieron y presionaron “play” por mí. La canción Ordinary World de Duran Duran comenzó. Había escuchado esa canción muchas veces antes, pero la letra de esa canción despertó una nueva esperanza que creí que se había ido para siempre.

Había esperanza para mí. Me di cuenta que mi vida “ordinaria” se había ido, la había perdido. Pero eso no significaba que había perdido una vida que valía la pena vivir. Jamás podría ser la persona que fui otra vez, pero tenía esperanza. Tenía la esperanza en un mundo futuro que iba a crear pronto para mí.

A partir de ese momento, tuve la oportunidad de vivir. Por supuesto que todavía tenía dolor, pero trabajé a través de él. Tuve la oportunidad de graduarme de la secundaria con varias becas universitarias. Asistí a un colegio comunitario y trabajé duro para tener un promedio ponderado de 4.0 Mis esfuerzos se vieron recompensados cuando después de un año y medio de asistencia, postulé a la Universidad Brigham Young. Había sido aceptada y me ofrecieron una beca completa. Luego me trasladé a BYU y pude volver a la vida social que pensé que había perdido.

Luego de asistir a BYU durante varios años, pude encontrar un hombre que me podía amar a pesar de mi dolor. Fue el primer hombre que no se espantó por mi discapacidad. Permaneció a mi lado para consolarme, mientras mi cuerpo se inmovilizaba, con incontrolable dolor. Después de tres meses de salir, me propuso matrimonio. También tomó mi meta de ayudarme a crear nuestro propio “mundo ordinario” juntos y me dio esperanza cuando otros dudaban de mis capacidades. Cuatro meses después, nos casamos y sellamos juntos por la eternidad en el templo de Nauvoo.

Después de más de nueve años de tener dolor, no se encontraron respuestas. Pero sigo viviendo mi vida con la esperanza de que algún día voy a estar de vuelta en ese mundo “ordinario”.

Alguien dijo una vez: “Se necesita valor para crecer y llegar a ser quien eres realmente”. Sinceramente, creo eso. Me tomó mucho valor darme cuenta que nunca volvería a ser esa chica de los primeros años de secundaria. Pero lo acepté y terminé creando un nuevo futuro para mí. “He aprendido a sobrevivir”. Porque “ningún mundo es mi mundo, cada mundo es mi mundo”.

Primera copia original publicada en Segullah 2008 edición de verano (segullah.org).

manos-la-historia-de-una-mujer-mormona-de-sobrevivir-a-una-vida-de-dolor-jesucristo