Por Kristin
Yo no recuerdo a mi madre. En ocasiones percibiré el aroma de Channel No. 5 y mi cerebro me retrotransporta – hacia el pasado – y entonces puedo ver sombras muy tenues de personas que conocí pero no logro ver su rostro. Sé que ella hacía chupetes de jugo en bandejas para hielo con mondadientes. También recuerdo las sábanas verdaderamente feas que debe haber comprado para mi cama (eran tan de los setentas…) Recuerdo con claridad cristalina el día en que mi dulce tío Fred salió de la casa del abuelo y la abuela y me dijo algo amigable antes de entrar. Yo estaba comiendo zanahorias. Unos minutos después yo también fui invitada a entrar y él me dijo que mi mamá había fallecido. Ella había muerto a causa de un accidente automovilístico camino a recogernos a mi hermana y a mí. Yo tenía tan solo cuatro años, pero inmediatamente supe que necesitábamos orar. No sé qué pedimos en la oración, como si hubiera algo que pudiera ayudar, pero los adultos presentes se arrodillaron conmigo y oraron. Yo no sé cómo es que supe que era momento de orar. Mi mami me lo debió haber enseñado en algún momento por el camino.
Gracias a Dios por mi Abuela. Yo la amaba tanto. Yo sé que eso era porque ella me amaba tan intensamente. Yo puedo sentir su amor hoy en día, ayer, cuando yo quiero y ella está allí. Ella me crió después de que mamá murió porque mi papá simplemente no podía hacerlo. Él estaba tan triste, que todo lo que podía hacer era tomar. Yo oré muy fuerte otra vez la noche en que mi papá vino a llevarme de donde la abuela. Ella estaba en el hospital y no sabía que él había venido. Ella nunca nos habría dejado ir si lo hubiera sabido. Nos habría llevado a escondernos como lo había hecho ya tantas veces. Yo oraba en el auto mientras lloraba. Es allí en que yo empecé a preguntarme si alguien estaba escuchando.
Mi hermana y yo habíamos inventado un juego de esperar a que aparecieran las luces de los faros del auto de papá en el largo camino hacia nuestra casa. Corríamos a meternos a la cama y simulábamos estar dormidas ya que siempre era muy tarde cuando él venía a casa, los niños debieran estar en cama durmiendo a esa hora de la noche, pero nosotros nunca lo hacíamos. Yo oraba mucho cuando él venía a casa para que no nos llamara ni a mi hermana ni a mí y que solamente se fuera a dormir. A veces esa oración era respondida, pero en su mayoría no era así. Quizás fue respondida cuando la policía vino y me recogió de la escuela para llevarme a casa de algún extraño para permanecer allí por un rato. Me parecía que la respuesta llegó demasiado tarde.
Cuando ya era una adolescente y vivía con mi tío y su familia, gente bien intencionada en la iglesia me decían que las pruebas me harían fuerte y que algún día vería que estaba siendo bendecida, que Dios tenía un gran plan para mí. Yo asentía con la cabeza y sonreía. ¿¿¿De verdad??? Conforme avanzaba en edad mi respuesta cínica y silenciosa era: “Sí claro, me siento realmente mal porque toda su pena se borraría con una mamá y un papá y una familia de verdad. Se deben sentir robados al no poder conseguir todas la “bendiciones” que yo tengo”. Para ese entonces yo sabía que Dios tenía un plan para mí y que por seguro estaba pendiente de ello. Francamente, yo no confiaba realmente en Su juicio.
Ya casada y con hijos sabía que necesitaba desempeñar mi papel. Traté de desaparecer mis dudas por un tiempo y me dediqué a cumplir mi tarea. Hasta tuve algunas buenas experiencias en el camino. Yo estaba tratando de hacer lo que sabía tenía que hacer, aun cuando mi corazón estaba endurecido. Yo no lo sabía, pero todas esas oraciones sin respuesta que había hecho cuando niña todavía me estaban esperando.
Quizás el Señor tan solo estaba guardándolas por mí por un tiempo hasta que estuviera lista para oír las respuestas. Él era paciente aunque yo no lo fuera. Él me amaba aunque yo estuviera enojada con Él. Me sentí fantástica cuando un día alguien en quien yo confiaba me dijo que debía decirle a Dios lo herida que estaba y que le preguntara porqué El me abandonó. Así que oré otra vez. Y las respuestas vinieron. Lentamente.
Yo no creía que mi papá merecía el perdón. La gente que vive como él vivió e hirió a la gente como él lo hizo son monstruos que no puede ser posible que sean lo suficientemente buenos como para compensar lo que hicieron. Es lo que pensaba. Así que cuando me bauticé, observaba y esperaba que él lo volviera hacer. Y me sentía herida. Herida de que se convirtiera en un miembro de la Iglesia de buena conducta. Yo sentí que el Señor me había traicionado otra vez.
Eso me borró.
Mi dolor y mi angustia no parecían importarles a Dios para nada, ¿Por qué ÉL logró arrepentirse? Yo creo que pensaba que el Salvador necesitaba mi permiso para perdonarlo.
Yo sabía que debía hacer algo para estar en paz con mi relación con mi padre y mi Dios. Llamé a un clérigo confiable para solicitar apoyo y guía. Estuvo de acuerdo en que hiciera una llamada y que esto necesitaba ser resuelto. Un día mi papá se tendrá que poner de pie en el altar de Dios y ser juzgado por esto y yo tendría la oportunidad y responsabilidad de ayudarlo a completar el proceso de arrepentimiento.
Es lo más duro que alguna vez he hecho. Me senté en mi cama y respiré profundo. Mientras alcanzaba el fono, era como si estuviera trazando mi camino por la arena movediza. Cuando el respondió el fono le advertí que esto sería una bomba. Me desahogué. Tenía una larga lista de agravantes que iban desde rapto hasta negligencia y abuso. Quería estar segura de que cumplía con todos los requisitos porque no quería nunca más volver a hacer esto otra vez. Él permaneció en silencio mientras yo me sofocaba y hablaba entre lágrimas. Fue un milagro que yo dijera lo que dije, porque en mi familia, nadie dice algo como eso. El milagro más grande fue su respuesta: “Lo lamento tanto, no es posible que yo pudiera hacer nada por compensar lo que he hecho. No soy digno del perdón. Me han dicho que en algún momento tengo que dejar de mirar atrás y empezar a mirar hacia delante, pero simplemente no puedo”. Yo sabía porqué el no podía mirar hacia delante: Aunque él había confesado todo lo que él recordaba como injuria y abuso en el pasado, él aún tenía un asunto interminable conmigo y con muchos más como yo, que aún estaba lastimados. Fui bendecida en haber podido ayudarlo a resolver algo de eso.
Al final de la conversación no sentí nada más que compasión y amor por mi padre. Era absolutamente un regalo del espíritu porque era algo más allá de lo que mi corazón humano era capaz de hacer. Le dije que si yo lo perdonaba y lo amaba y que si yo podía hacerlo, el podía hacerlo por sí mismo.
En los días que siguieron, no podía pensar en ninguna otra cosa. Mi esposo me apodó “La asesina del dragón”. Yo aprecio que él supiera lo difícil que era eso. Mi familia estaba sorprendida y encantada de que alguien por fin hubiera hecho lo que todos queríamos que se hiciera por tanto tiempo. Traté de reconciliar mentalmente al hombre que alguna vez fue mi padre con el hombre que es hoy en día. No pude. El hombre que mi padre fue cuando yo era joven estaba muerto. El padre que ahora tengo habla diferente, actúa diferente, y hasta se viste con ropas diferentes. El ha renacido.
Siempre pensé que como yo había siempre tratado de hacer lo correcto, era de alguna manera más merecedora de las bendiciones de la expiación que mi padre. Aunque siempre me han enseñado que podemos ser totalmente limpios por la sangre del Salvador, yo sabía con certeza que las vestiduras de mi padre estaban tan sucias, que nunca podrían ser lavadas. Así que me sentía engañada de que él pudiera heredar las mismas bendiciones que yo. Me recordaron de la parábola que el Salvador enseñó sobre los trabajadores que sirvieron al Señor en su viñedo por períodos de tiempo diferentes pero que se les pagó la misma cantidad al final del día. Yo estaba como aquel trabajador que había trabajado desde temprano en la mañana y sentía que era injusto que él que había trabajado recién desde la hora once recibiera la misma recompensa. Necesitaba saber lo que tenía que decir el Señor sobre eso. En el capítulo 20 de Mateo, el Señor me habló cuando dijo en los versículos 13-15:
“Amigo, no te hago agravio; ¿no conviniste conmigo en un denario? Toma lo que es tuyo vete; pero quiero dar a este postrero, como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿ O tienes tú envidia, porque yo soy bueno?
Con ese versículo me dieron la pieza final que me faltaba para este rompecabezas. A los ojos del mundo, ante mis ojos, cuando pongo mis hechos y los hechos de mi padre en la escala de la rectitud, la balanza no se inclina igual. Pero cuando ponemos la balanza en las manos del Salvador, somos lo mismo. Siempre imaginé que tendría un día con mi padre en que yo sería reivindicada, pero resultó todo tan diferente de lo que pensé. En lugar de usar mi propio sentido de lo justo para condenarlo, su humildad y amor me humillaron mucho más de lo que podía haberme imaginado.
La verdad es que ninguno de nosotros hace méritos para el amor del Salvador y su Expiación. Sin embargo él los entrega gratuitamente. “¿No es lícito que yo haga lo que quiero con lo que es mío?” es la pregunta que nos hace porque es Su obsequio que nos lo da a todos. Nuestros corazones y mentes humanas no pueden comprender la magnitud con la que la Expiación nos limpia. Tampoco podemos comprender totalmente todo lo llenos de pecado y de sin esperanza y caídos que estamos sin Él. Siempre mido a otros con la misma vara en cada mano, midiendo y pesando a mi manera a través de esta vida, usando las debilidades de otros para justificar las mías.
Necesito de Su sangre cada gota tanto como mi padre.
Así que aquí estaban las respuestas a mis muchas, muchas oraciones. La respuesta no era la de salvarme del dolor y el sufrimiento. Era la de enseñarme el milagro y gracia de la Expiación para que me volviera al Salvador y tuviera esperanza en la realidad de mi eventual santificación por medio de Su sangre. No cambiaría esa respuesta por nada.
Así que quizás Él estaba escuchando después de todo.