Los mormones frecuentemente definen la caridad como el puro amor de Cristo, citando al profeta Mormón del Libro de Mormón. Ellos enseñan que cuando sirven a otros, también están sirviendo a Dios y toman el ejemplo del Salvador al decidir cómo servir a otros.

Bible-book-MormonDurante Su ministerio mortal, a Jesucristo se le preguntó qué mandamiento era el más grande o más importante. El respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y gran mandamiento. Y el segundo es similar, Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se basa toda la ley y los profetas.” (Mateo 22: 37-40)

Para el Salvador, amor y caridad eran lo mismo. Todos Sus actos de caridad no tenían el sentido de obligación o tarea, sino que provenían de un profundo sentimiento de amor por todo aquel que Él encontraba. El no limitó sus sentimientos a aquellos que eran ricos o de clase media. Tampoco lo limitó para aquellos que eran dignos, a los ojos del mundo, de caridad.

Podemos aprender de mejor manera como el Salvador sentía respecto a la caridad observando como trataba a otros durante Su ministerio. Un día los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida y descubierta en el acto de adulterio. Ellos le recordaron que la ley exigía que fuera apedreada por lo que le preguntaron qué pensaba Él que ellos debían hacer. Su propósito no era el de conseguir consejo, sino el de hacerlo caer. Sin embargo, Él actuó exactamente como si el motivo hubiera sido puro. El mundo no podía influenciar en cómo Él trataría a los demás. Él se arrodilló, escribiendo en el polvo como si no los hubiera escuchado. Ellos continuaron preguntando y Él respondió: “Aquel que de entre ustedes se encuentre sin pecado, que tire la primera piedra.” (Juan capítulo ocho). Habiendo sido avergonzados, los hombres empezaron a alejarse. Cuando Jesús y la mujer estuvieron solos, Él le preguntó si todavía quedaban acusadores y ella respondió que ya no. Él tiernamente le dijo que Él tampoco la acusaba, pero le advirtió que no volviera a pecar.

Este es uno de los ejemplos más poderosos sobre la caridad del Salvador. Él la rescató de la humillación y de la muerte, preservó una cierta cantidad de dignidad rehusándose a juzgar su dignidad por su acto de servicio y le aconsejó en cuanto a cómo evitar el mismo problema en el futuro.

Un día un ciego lo llamó pidiéndole ayuda. Otros le habían advertido al hombre no molestar a Jesús. Después de todo, él era solamente un mendigo, no alguien “importante” de acuerdo a los valores del mundo. Sin embargo, Jesús lo oyó y lo llamó hacia Él. Le preguntó cómo podría ayudarlo y el hombre pidió recuperar la vista. Jesús no solamente restauró la visibilidad del hombre, también envió un mensaje claro a aquellos que habían considerado indigno de la caridad del Señor. Él le dijo al hombre que era su propia fe lo que lo había curado. Este hombre, aparentemente sin importancia, había poseído suficiente fe como para curarse a sí mismo, y esto realmente envió una reprensión muy sutil a aquellos que lo habían desechado al considerarlo sin importancia e indigno de ser tomado en cuenta.

La caridad del Salvador siempre ayudó a la gente a aprender a respetarse a sí mismos por la forma en que Él los trataba. Todos recibían su respeto. Ese detalle removía murallas y los recompensaba por sus propios esfuerzos cuando era posible. Los encaminaba en dirección a una mejor vida. Su caridad también estaba dirigida a satisfacer necesidades pequeñas pero de carácter inmediato, como el de alimentar a la multitud ya que estaban, en el momento, hambrientos. Cada persona que se encontraba entre la multitud pudo satisfacer su hambre.

Aun cuando no era el propósito principal el contar esta historia, Jesús contó una parábola sobre un hombre rico que vivió en una casa elegante. A las afueras de sus puertas vivía un mendigo llamado Lázaro. (Hay que resaltar que Jesús nombra al mendigo, pero no se molesta siquiera en mencionar el nombre del rico, aún cuando la historia se ocupa con mayor amplitud en el rico). El acaudalado hombre no hace nada por servir o ayudar al mendigo, quien necesitaba alimento y cuidados médicos. Cuando ambos hombres murieron, es el pobre el que recibe la recompensa y el hombre rico recibe castigo eterno, el cual, naturalmente, él encuentra muy molesto. Cuando el castigado pide que se le envíe a Lázaro para servirle y ayudarle a sentirse mejor, Abraham le dice, “Hijo, recuerda que tú durante tu vida terrenal recibiste todo lo bueno y de igual manera Lázaro todo lo malo: pero ahora él es consolado y a ti te toca ser atormentado”.

El Salvador puso en claro en esta parábola que una persona que se rehúsa a servir a otros y a practicar la caridad no puede esperar recibir caridad para sí mismo cuando la necesite.

El rey Benjamín, un profeta del Libro de Mormón, enseñó este tipo de servicio cristiano a su pueblo y les advirtió cuidarse del juicio injusto al decidir a quién servir:

17 Tal vez dirás: El hombre ha traído sobre sí su miseria, por tanto, detendré mi mano y no le daré de mi alimento, ni le impartiré de mis bienes para evitar que padezca, porque sus castigos son justos.

18 Mas, ¡oh hombre!, yo te digo que quien esto hiciere tiene gran necesidad de arrepentirse; y a menos que se arrepienta de lo que ha hecho, perece para siempre, y no tiene parte en el reino de Dios.

19 Pues he aquí, ¿no somos todos mendigos? ¿No dependemos todos del mismo Ser, sí, de Dios, por todos los bienes que tenemos; por alimento y vestido; y por oro y plata y por las riquezas de toda especie que poseemos? ( Mosíah 4)

Vemos, en los ejemplos del servicio del Salvador, que Él vivió de acuerdo a estas mismas creencias. El ejemplo más grande de los sentimientos del Salvador sobre la caridad, por supuesto, se encuentra en los días finales de Su vida, cuando tomó sobre Sí nuestros pecados en el Huerto de Getsemaní y en el Jardín del Edén. Aunque Él vivió una vida perfecta, sufrió por cada persona que ha vivido, por dignos e indignos por igual, y por aquellos que merecían ayuda y por aquellos que trajeron miseria sobre sí mismos por causa de su propia elección. El no hizo distingos. El nos ama a todos por igual, y sufrió por cada uno de nosotros individualmente.

El mundo en el que vivimos se beneficiaría grandemente si los hombres y mujeres en todo lugar ejercitaran el amor puro de Cristo, el mismo que es amable, humilde y suave. No tiene envidia ni orgullo. Es único porque no busca nada a cambio. No contiene mal ni enfermedad, no se regocija en la iniquidad; no tiene lugar para la intolerancia, odio ni violencia. Se rehúsa a permitir la ridiculez, la vulgaridad, el abuso o el ostracismo. Anima a diferentes tipos de personas a vivir juntos en amor cristiano sin importar su creencia religiosa, raza, nacionalidad, condición financiera, educación o cultura. (Howard W. Hunter, “Una manera más excelsa, “Ensign, mayo de 1992, pág. 6).

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