Siempre he oído hablar de la famosa Epístola Universal de Santiago, pero en realidad nunca lo había leído hasta hace poco en mi clase del Nuevo Testamento. Un concepto que hablamos en mi clase fue que Dios no muestra preferencia por alguna persona en particular. Santiago 2:1-5 dice:
Hermanos míos, que vuestra fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo sea sin hacer acepción de personas. Porque si en vuestra congregación entra un hombre con anillo de oro y ropa lujosa, y también entra un pobre con vestido andrajoso, y atendéis solícitamente al que trae la vestidura lujosa, y le decís: Siéntate tú aquí, en buen lugar, y decís al pobre: Quédate tú allí de pie, o siéntate aquí debajo de mi estrado, ¿acaso no hacéis distinción entre vosotros mismos y venís a ser jueces con malos pensamientos? Amados hermanos míos, oíd: ¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo para ser ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que le aman?
Estos versículos realmente me afectaron, porque me hicieron recordar mi propio orgullo. Es tan fácil para mí mirar a la gente y juzgarlos. Veo al mendigo en la calle y me digo a mí mismo que fue él quien creó esa situación para sí mismo. La verdad es que no tengo ni idea de la vida que ha pasado ese hombre. No tengo ni idea del amor que el Padre Celestial tiene por él. Él es mi hermano y no tengo ningún derecho a pasar sobre él por mi orgullo. Tengo que aprender a confiar en el Espíritu para guiarme. El Espíritu conoce al hombre, y el Espíritu me puede ayudar a saber cuándo debería y no debería ayudar a alguien. Por otro lado, no debería poner mi fe o mi respeto a una persona sólo porque él o ella son ricos o el mundo lo respeta. Tengo que ser más noble y sinceramente preocuparme por todos mis hermanos y hermanas, sin importar su apariencia.