Cuando yo era estudiante de primer año en la universidad y llegó el día de San Valentín, era fácil saber qué día  festivo era. La mía era una escuela de playa y el clima era templado. Nuestros apartamentos estaban distribuidos en una manzana alrededor de una plaza cerrada con piscina, y la oficina de entrada estaba al frente. Era sólo para chicas, y cuando llegaba un regalo de San Valentín a la oficina, se podía oír un timbre retumbante en uno de los apartamentos. Una chica emocionada salía y trotaba hasta la oficina para reclamar su premio. Algunas mujeres afortunadas eran solicitadas más de una vez. En este tipo de situación, realmente se necesitaba ser llamada, tu ego dependía de ello.

Finalmente, fue mi turno, mi único turno. Todavía me acuerdo de lo rápido que mi corazón latía cuando corría a la oficina del frente ante la mirada de las amigas que permanecían en los balcones. Me esperaba un arreglo de flores de fantasía y al menos tuve que desfilarlo de regreso hasta mi habitación. Sin embargo, cuando leí la carta quedé desencantada ¡Eran de mi madre! Con amor. Fue dulce de su parte pensar en esto. Mis padres habían estado cerca de divorciarse desde hace años y mi madre estaba a menudo de mal genio y criticando. Y yo estaba saliendo de mi adolescencia, y por lo tanto era un poco rebelde.

Realmente fue agradable que ella me enviara flores. Lo que yo deseaba con fuerza era que no hubiera firmado la tarjeta. ¿Por qué no poner “de un admirador secreto”? Entonces yo podría soñar y preguntarme cuál de mis flechazos había enviado este encantador arreglo de flores. Esta lección me quedó grabada y se destacó muchos años más tarde.

Yo estaba embarazada de nuestro quinto hijo y estábamos viviendo con otra familia, también estábamos sufriendo dificultades financieras, aunque su casa era grande y estaba bien. En Navidad, ninguna familia podía gastar mucho. Una tarde sonó el timbre. No había nadie allí, pero había dos cestas de frutas florecientes en la puerta, y cada canasta tenía un sobre con 100 dólares en efectivo. Qué bendición fue esto para ambas familias. Los regalos eran anónimos, pero nos imaginamos que habían venido de un grupo de personas con los que asistíamos a la iglesia.

Ese domingo miré a mi alrededor, preguntándome a quién agradecer. Todo el mundo era un buen samaritano sospechoso. Mi opinión de cada persona se intensificó. Esta alegría fluyó a todos los que conocía. Cada uno era un benefactor potencial, un dador de bendiciones.

El resultado de esta donación anónima ha guiado mi vida desde entonces. Cuando nos lo podemos permitir en Navidad, somos los benefactores anónimos que dejan cestas en las puertas. En el Día de San Valentín, los ramos de “admiradores secretos” llegan a los apartamentos de chicas que nunca se esperarían alguno.

Las entregas anónimas dan bendiciones que se multiplican en los corazones de los receptores y donantes por igual.

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Este artículo fue escrito por:

Gale es Editora Ejecutiva de More Good Foundation. Es una conversa de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

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