Para tener alguna medida de reconocimiento y gratitud por lo que Jesús realizó a nuestro favor, debemos recordar estas verdades vitales:
Jesús vino a la tierra para hacer la voluntad de nuestro Padre.
Él vino con el previo conocimiento de que Él soportaría la carga de los pecados de todos nosotros.
Él sabía que sería levantado en la cruz.
Él nació para ser el Salvador y Redentor de toda la humanidad.
Él fue capaz de llevar a cabo su misión porque Él era el Hijo de Dios y Él poseía el poder de Dios.
Él estaba dispuesto a cumplir su misión porque Él nos ama.
Ningún mortal tuvo el poder o la capacidad de redimir a todos los demás mortales de su condición de perdidos y caídos, ni nadie perdería voluntariamente su vida y por tanto, llevaría a cabo una resurrección universal por todos los demás mortales.
Sólo Jesucristo estuvo dispuesto y fue capaz de cumplir tal acto redentor de amor.
Es posible que nunca entendamos o comprendamos en la mortalidad cómo Él realizó lo que hizo, pero no debemos dejar de entender por qué Él hizo lo que hizo.
Todo lo que Él hizo fue motivado por Su desinteresado e infinito amor por nosotros. . .
Como fue tan característico de toda Su experiencia mortal, el Salvador se sometió a la voluntad de nuestro Padre, cogió el amargo cáliz y bebió.
Sufrió los dolores de todos los hombres en Getsemaní para que ellos no tengan que sufrir si se arrepienten.
Se sometió a Sí mismo a la humillación e insultos de Sus enemigos sin queja ni represalias.
Y, por último, Él soportó la flagelación y brutal vergüenza de la cruz. Sólo entonces Él voluntariamente se sometió a la muerte. En Sus palabras:
Nadie me la [mi vida] quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre. (Juan 10:18).
Ezra Taft Benson, El cómo y el por qué, El Regalo de la Expiación, Deseret Book, 2004, pág. 23-24.