Antes de ser puesto el hombre sobre la tierra, no sabemos cuánto tiempo antes, Cristo y Satanás, junto con las huestes de los hijos espirituales de Dios, existían como individuos inteligentes, facultados con el poder y la oportunidad para escoger el camino que quisieran seguir y obedecer. En ese gran concurso de inteligencias espirituales, se presentó e indudablemente se discutió el plan del Padre por medio del cual sus hijos avanzarían a su segundo estado. Fue tan inmensamente gloriosa esta oportunidad, puesta al alcance de los espíritus que habrían de tener el privilegio de tomar cuerpos en la tierra, que las multitudes celestiales prorrumpieron en cantos y se regocijaron. [1]
Fue rechazado el plan compulsivo de Satanás, mediante el cual todos serían conducidos sin daño durante el curso de su vida terrenal, privados de la libertad de obrar y de la facultad para escoger, restringidos a tal grado que se verían obligados a hacer lo bueno, a fin de que no se perdiera una sola alma; y se aceptó la humilde oferta de Jesús el Primogénito, de encarnar y vivir entre los hombres como su Ejemplo y Maestro, observando la santidad del albedrío del hombre, pero al mismo tiempo enseñándole a emplear debidamente esa herencia divina. Esta decisión causó la guerra que resultó en la derrota de Satanás y sus ángeles, los cuales fueron echados fuera y privados de los infinitos privilegios consiguientes al segundo estado, o sea el terrenal.
En ese augusto concilio de los ángeles y los Dioses, tomó parte prominente el Ser que más tarde nació en la carne como Jesús, hijo de María, y allí fue ordenado por el Padre para ser el Salvador del género humano. En cuanto a tiempo, empleando este término con referencia a toda la existencia pasada, esto es lo primero que sabemos acerca del Primogénito entre los hijos de Dios; y para nosotros los que leemos, señala el principio de la historia escrita de Jesús el Cristo.
Aun cuando los escritos del Antiguo Testamento abundan en promesas referentes a la realidad del advenimiento del Cristo en la carne, son menos explícitos en cuanto a su existencia antes de tomar cuerpo. Mientras los hijos de Israel vivían debajo de la ley, sin la preparación necesaria para recibir el evangelio, el Mesías era para ellos uno que habría de nacer del linaje de Abraham y de David, facultado para librarlos de sus cargas personales y nacionales, así como para vencer a sus enemigos. El pueblo en general, si acaso era capaz de formarse un concepto, apenas percibía vagamente la realidad de la posición del Mesías como el Hijo elegido de Dios, un Ser de poder y gloria preexistentes que fue con el Padre desde el principio; y aunque se concedió una revelación de la gran verdad a los profetas especialmente comisionados con las autoridades y privilegios del Santo Sacerdocio, [2] éstos lo transmitieron al pueblo en términos de imágenes y parábolas, más bien que en palabras claras y directas. Sin embargo, el testimonio de los evangelistas y apóstoles, el testimonio del propio Cristo mientras estuvo en la carne y las revelaciones dadas en la dispensación actual suplen esta escasez de evidencias en las Escrituras.
En las primeras líneas del Evangelio escrito por Juan el Teólogo, leemos: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho… Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad”. [3]
El pasaje es sencillo, preciso y sin ambigüedad. Podemos razonablemente aplicar a la frase “En el principio” el mismo significado comprendido en las primeras palabras del libro del Génesis; y este significado debe indicar un tiempo anterior al estado más remoto de la existencia humana sobre la tierra. Definitivamente se afirma que el Verbo es Jesucristo, el cual estuvo con el Padre en ese principio, y que El mismo se hallaba investido con los poderes y categoría de Dios, y que vino al mundo y habitó entre los hombres. Hallamos corroboradas estas declaraciones mediante la revelación concedida a Moisés, en la cual le fue permitido ver muchas de las creaciones de Dios y escuchar la voz del Padre hablar de las cosas que habían sido hechas: “Y las he creado por la palabra de mi poder, que es mi Hijo Unigénito, lleno de gracia y de verdad.” [4]
Juan el Teólogo afirma repetidas veces la preexistencia del Cristo y el hecho de su autoridad y poder en el estado anterior al terrenal. [5] Igual cosa afirman los testimonios de los apóstoles Pablo [6] y Pedro. Instruyendo a los santos acerca de la base de su fe, este último apóstol puso de relieve el hecho de que no podían obtener su redención por medio de cosas corruptibles ni por la observancia exterior de requisitos tradicionales, sino más bien “con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros”. [7]
Aún más impresionantes y a la vez más verdaderamente concluyentes son los testimonios personales del Salvador respecto de su propia vida preexistente y de la misión entre los hombres para la cual El había sido designado. Nadie que acepte a Jesús como el Mesías puede rechazar lógicamente estas evidencias de su naturaleza eterna. En una ocasión en que los judíos disputaban en la sinagoga entre sí y murmuraban porque no podían entender correctamente la doctrina concerniente al propio Jesús, particularmente en lo que tocaba a su relación con el Padre, El les dijo: “Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió”. Entonces, continuando la lección basada en el contraste del maná, con el cual sus padres fueron alimentados en el desierto, y el pan de vida que El ofrecía, añadió: “Yo soy el pan vivo que descendió del cielo”; y declaró además: “Me envió el Padre viviente”. Muchos de los discípulos fueron incapaces de entender sus enseñanzas; y al quejarse ellos, les preguntó: “¿Esto os ofende? ¿Pues qué, si viereis al Hijo del Hombre subir adonde estaba primero?” [8]
A ciertos judíos inicuos que, envueltos en el manto del orgullo racial, se jactaban de haber descendido del linaje de Abraham y querían excusar sus pecados empleando sin derecho el nombre del gran patriarca, nuestro Señor les proclamó su propia preeminencia en estos términos: “De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy”.[9] Más adelante se explicará el significado completo de esta aseveración; basta por lo pronto considerar este pasaje como una afirmación clara de que nuestro Señor sobrepujaba a Abraham en antigüedad y supremacía. Pero en vista de que el nacimiento de éste había antecedido al de Cristo por más de diecinueve siglos, esta antigüedad debió referirse a una existencia anterior a la terrenal.
Al aproximarse la hora de su traición, en la última entrevista que tuvo con los apóstoles antes de su experiencia angustiosa en el Getsemaní, Jesús los consoló, diciendo: “Pues el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre, y he venido al mundo; otra vez dejo el mundo, y voy al Padre”. [10] Además, en el curso de su efusiva oración por aquellos que habían sido fíeles a su testimonio de su Mesiazgo, dirigió al Padre esta solemne invocación: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado. Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese. Ahora pues, Padre, glorifícame tú para contigo con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese”. [11]
El Libro de Mormón asimismo presenta evidencia explícita de la preexistencia de Cristo y su misión preordinada. No podemos citar sino una de las muchas evidencias que en ese tomo se hallan. Un profeta antiguo, llamado en la historia el hermano de Jared, recurrió al Señor en una ocasión con una súplica especial: “Y le dijo el Señor: ¿Creerás las palabras que te voy a declarar? Y él le respondió: Sí, Señor, sé que hablas la verdad, porque eres Dios de verdad, y no puedes mentir. Y cuando hubo pronunciado estas palabras, he aquí el Señor se le mostró y dijo: Porque sabes estas cosas, eres redimido de la caída; por tanto, eres traído de nuevo a mi presencia, y por esta razón me manifiesto a ti. He aquí, yo soy el que fui preparado desde la fundación del mundo para redimir a mi pueblo. He aquí, soy Jesucristo. Soy el Padre y el Hijo. En mí tendrá luz eternamente todo el género humano, sí, cuantos creyeren en mi nombre; y llegarán a ser mis hijos y mis hijas. Y nunca me he mostrado a los hombres que he creado, porque jamás ha creído en mí el hombre, como tú lo has hecho. ¿Ves cómo has sido creado a mi propia imagen? Sí, en el principio todos los hombres fueron creados a mi propia imagen. He aquí, este cuerpo que ves ahora es el cuerpo de mi Espíritu; y he creado al hombre a semejanza del cuerpo de mi Espíritu; y así como me aparezco a ti en el espíritu, apareceré a mi pueblo en la carne”. [13] Los hechos principales que guardan relación directa con el tema en consideración, y de los cuales testifican los pasajes citados, son: Que el Cristo se manifestó a sí mismo mientras se hallaba todavía en su estado preexistente; y que declaró haber sido escogido desde la fundación del mundo para ser el Redentor.
Las revelaciones dadas por conducto de los profetas de Dios en la dispensación actual contienen abundante evidencia del nombramiento y ordenación de Cristo en el mundo primordial; y puede ofrecerse como testimonio el texto completo de las Escrituras contenidas en Doctrinas y Convenios. Los siguientes ejemplos vienen particularmente al caso. En una comunicación dada a José Smith el profeta, en mayo de 1833, el Señor se proclamó a sí mismo como el que había venido previamente del Padre al mundo, y de quien Juan había dado testimonio como el Verbo; y se reitera la verdad solemne de que El, Jesucristo, “era en el principio, antes que el mundo fuese”; y además, que era el Redentor “que vino al mundo, porque el mundo fue hecho por él, y en él estaba la vida y la luz del hombre”. Por otra parte, se hace referencia a Él como el “Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad, aun el Espíritu de verdad, que vino y moró en la carne”. En esta misma revelación, el Señor dijo: “Y ahora, de cierto, de cierto os digo, yo estuve en el principio con el Padre, y soy el Primogénito”. En una ocasión anterior, como lo testifica el profeta moderno, él y uno de sus compañeros en el sacerdocio fueron iluminados por el Espíritu, de modo que pudieron ver y entender las cosas de Dios, “aquellas cosas que existieron desde el principio, antes que el mundo fuese. Cosas que el Padre decretó por medio de su Unigénito Hijo, quien fue en el -seno del Padre, aun desde el principio; de quien damos testimonio; y el testimonio que damos es la plenitud del evangelio de Jesucristo, el cual es el Hijo, a quien vimos y con quien conversamos en la visión celestial”. [15]
El testimonio de las Escrituras grabadas en ambos hemisferios, el de las historias antiguas así como modernas, las declaraciones inspiradas de profetas y apóstoles, y las palabras del Señor mismo proclaman al unísono la preexistencia de Cristo y su ordenación como el Salvador y el Redentor del género humano desde el principio: sí, aun antes de la fundación del mundo.
NOTAS
[1] Job 38:7.
[2] Salmos 25:14; Amós 3:7.
[3] Juan 1:1-3, 14; véase también 1 Juan 1:1; 5: 7; Ap. 19:13; compárese Doctrina y Convenios 93:1-17, 21.
[4] P. de G.P., Moisés 1:32, 33; véase también 2:5.
[5] 1 Juan 1:1-3; 2:13, 14; 4:9; Ap. 3:14.
[6] 2 Tim. 1:9, 10; Rom. 16:25; Ef. 1:4; 3:9, 11; Ti. 1:2. Véase especialmente Rom. 3:25; and nótese la interpretación marginal de “preordinado, lo cual hace que el pasaje se lea: “A quien Dios preordinó para ser propiciación”.
[7] 1 P 1:19, 20.
[8] Juan 6:38, 51, 57, 61, 62.
[9] Juan 8:58; véase también 17:5, 24; y compárese con Ex. 3:14. Página 37.
[10] Juan 16:27, 28; véase también 13:3.
[11] Juan 17:3-5; véase también versículos 24, 25.
[12] Nota 3, véase Preexistencia del Cristo
[13] L. de M., Éter 3:11-16. Véase también 1 Nefi 17:30; 19:7; 2 Nefi 9:5; 11:7; 25:12; 26:12; Mosíah 3:5; 4:2; 7:27; 13:34; 15:1; Alma 11:40; Hel. 14:12; 3 Nefi 9:15.
[14] Doctrina y Convenios 93:1-17, 21.
[15] Doctrina y Convenios 76:13, 14.
James Talmage, Jesús el Cristo