Scott Livingston
Era una fría mañana de febrero cuando mi esposa, Kristina, y nuestra recién nacido, Cameron nos enrumbamos por el Cañón Logan en un viaje de 40 millas de nuestro hogar en Bear Lake al hospital para una evaluación de los niveles de bilirrubina de Cameron. Llegamos con bien a Logan y a tiempo y nos registramos con la recepcionista. Nos llamaron cuando nos tocó el turno, a Cameron le dieron un pequeño pinchazo en su talón y la enfermera nos mandó de regreso diciéndonos que nos llamarían a casa para darnos los resultados. Esto se había convertido en una rutina diaria desde el nacimiento de Cameron hacía ya una semana. El nació con altos niveles de bilirrubina y el doctor quería monitorearlo hasta que estuviera seguro de que el cuerpo de Cameron tomara el control.
Después de algunas vueltas por Logan comprando leche, huevos, recetas, etc., iniciamos nuestro camino de retorno por el Cañón de Logan. Como de costumbre el camino estaba cubierto de nieve y hielo pero ya nos habíamos acostumbrado a eso ya que habíamos viajado por el cañón todos los días de la semana anterior. Ya antes del nacimiento de Cameron, Kristina y yo nos habíamos enterado con respecto a lo que podría ocurrir en el Cañón. Nos preocupaba que en algún momento el cañón pudiera quedar cerrado y tuviéramos que recibir al bebé en casa, o peor aún que hubiera una estancamiento suburbano en la nieve en alguna parte del cañón. Pero después de haber programado la inducción una semana antes para aprovechar el buen clima, un relativamente fácil parto y pronta recuperación, habíamos dejado de lado nuestras preocupaciones. Nuestro retorno a casa estaba soleado pero conforme nos adentrábamos a Garden City el clima empezó a cambiar.
Después de hacer entrar a los niños a casa y empezar los preparativos para la cena, Kristina recibió una llamada del doctor. Le explicó que los niveles de bilirrubina de Cameron habían aumentado peligrosamente por lo que le recetó luces para bajar los niveles de bilirrubina. Preguntó si todavía nos encontrábamos en Logan como para regresar al hospital. Se mostró muy preocupado cuando Kristina le dijo que ya estábamos en Bear Lake y preguntó si podíamos regresar con Cameron. Como el clima ya se había desmejorado, ellos decidieron que lo mejor era encontrar una alternativa. El doctor explicó que era realmente necesario que Cameron estuviera en el hospital pero debido a las condiciones del clima y a las malas condiciones del camino opinó que era mejor que consiguiéramos algunas luces para Cameron, esperar a que la tormenta pase y luego llevarlo cuando las condiciones fueran más seguras. Nos dijo también que haría los arreglos para que pudiéramos recibir un reparto a domicilio de las luces aunque estaba consciente de que ya era un poco tarde para repartos ya que los de ese rubro en el hospital estaban por cerrar. Sin embargo Kristina se ofreció a hacer algunas llamadas en Bear Lake para intentar la posibilidad de que ojalá alguien pudiera tener el producto.
Cuando me enteré de esto lo tomé a la ligera para decir lo menos. Hice bromas sobre la situación de estar como abandonados a nuestra suerte y teniendo que hacer nuestras propias luces con cinta adhesiva y mallas de alambre como MacGyver. Yo realmente no me daba cuenta de lo seria de la situación y recorría toda la casa haciendo chistes con los niños por un espacio de más o menos media hora mientras que Kristina se esforzaba en el teléfono.
Como yo era un buscador de aventuras hice bromas con Kristina en cuanto a tirar dedo o de movilizarme en motonieve por el cañón en medio de la tormenta, dándome la oportunidad de jugar “explorador ártico” o “expedición Himalaya” tal como había fantaseado cuando era un joven scout cuando cavábamos cuevas de nieve en el derby de Klondike. Cuando ya era un joven adulto y comenzaba a movilizarme en motonieve en el campo, siempre quería buscar los extremos. He cruzado montañas durante las tormentas, he cavado y pernoctado en lo alto de los picos de las montañas, he realizado carreras por el bosque lleno de grandes árboles y en medio de la noche a una velocidad de casi 80 millas por hora y siempre deseaba más.
Había adquirido el mejor cambio que el dinero puede comprar y soñaba despierto como un niño en su clase de matemáticas de como haría para poder librarme de una tormenta terrible después de un tremendo estrépito, regresando sano y salvo hacia miles de simpatizantes que gritaban y avivaban. Llevaba conmigo un tremendo orgullo que en todos mis días de motonieve, campismo con jeep, motociclismo, y cañonismo. Nunca había dejado atrás a nadie o algún vehículo ni tampoco había tenido que solicitar ayuda. Siempre estaba listo como MacGyver para escapar. Ni siquiera una vez que me encontré en un cañón tan estrecho y que era solamente de ida y me encontraba sin soga en la cima de un acantilado después de 11 millas de hacer DC extremo (término relativo al alpinismo que se refiere a oprimir tu cuerpo a través de una quebrada vertical para subir o bajar) sin una salida aparente, lo logré. Necesité lanzar toda mi cuerda en toda la extensión de los 60 pies del acantilado y trepando de espaldas, algo que el libro guía decía que no se podía hacer, y luego proseguir en una caminata de 35 millas en medio de la noche hacia mi raída mochila en el fondo del acantilado y pasé algunas horas durmiendo en la grieta antes de enrumbar de salida en la mañana.
También me había sucedido que tuve que usar cinta aislante para ajustar una transmisión con una chaqueta en una de las rutas más difíciles de las 4×4 de Moab y así pude salir impulsado por su propia fuerza. Yo tenía este impulso por los deportes extremos y siempre me encontraba esperando que algo saliera terriblemente mal tan solo para enfrentarme al desafío de salir airoso de ello.
Kristina recibió otra llamada del doctor y ella le explicó que no había podido encontrar las luces de bilirrubina en el pueblo; él le dijo que ya se había encargado de hacer los trámites con el hospicio local y que ya se encontraban en camino. Por momentos pensábamos que todo iba a salir bien hasta que llegó la siguiente llamada. Se trataba del enviado del hospicio local que nos informaba que se había quedado varado al pie del cañón; que la patrulla de carreteras lo había cerrado debido a la fuerte tormenta. Preguntaba si estaba bien si venía a la mañana siguiente. Kristina explicó que no había problema respecto a ella pero que tenía que consultar con el doctor para estar segura.
La reacción del medico no podía haber sido peor, le dijo que los niveles de Cameron se encontraban tan altos que si no recibía las luces pronto, no sobreviviría hasta la mañana. El médico llamó al hospicio local tanto en Montpelier, Idazo y a Evanston, Wyoming y consiguió que ambos se dirigieran hacia allá al mismo tiempo. Dimos por seguro que uno de ellos lograría llegar ya que los caminos de ambas direcciones se encontraban relativamente llanos y los estragos de la tormenta se encontraban al oeste de las montañas.
Nos atrincheramos en casa con la seguridad de que teníamos a buenas personas tratando de atender nuestras necesidades. En los minutos siguientes las cosas realmente se tornaron muy malas. A escasos minutos de proximidad entre uno y otro recibimos la noticia de que ambas carreteras estaban cerradas y que se habían tornado intransitables. Allí fue en que las cosas se pusieron realmente serias. No podía creerles a ninguno de los dos; después de todo por nuestra casa ni siquiera estaba nevando. Después de un terrible intento de calmar a Kristina, decidimos que sería mejor que yo fuera a Montpelier ya que estaba más cerca. Kristina se comunicó con el hospicio local y les solicitó que esperara en el bloqueo de la ruta para encontrarnos allí. El aceptó aún cuando esto significaba que tal vez tuviera que esperar allí sentado toda la noche.
Me dirigí al norte en mi Suburban blanca para verificar lo mal que se encontraba la vía. Estaba realmente muy mal. Llamé al alguacil de Montpelier y le expliqué sobre mi situación y le solicité permiso para continuar. La encargada me informó que no creía que lo lograría. Me explicó que dos patrullas se habían atascado al tratar de rescatar a motoristas varados apenas a cuatro millas fuera de la ciudad. El viento soplaba tan fuerte que aunque no había empezado a nevar todavía, montones de nieve de hasta cuatro pies de altura se había acumulado en toda la extensión de los caminos. Los trabajos de rehabilitación resultaban ineficientes ya que los conductores no podían ver y la nieve se acumulaba muy rápidamente. La visibilidad era prácticamente nula por lo que ella me aconsejó que debía regresar antes de que me convirtiera en una víctima más por rescatar. Le dije que tenía que intentarlo y que no esperaría que me rescaten; colgué el teléfono y me propuse llegar tan lejos como me fuera posible hasta que pudiera idearme un mejor plan. Sabía que conducir era un esfuerzo tal vez inútil pero el no hacer nada no era una opción.
El viento era tan severo que la Suburbana se bamboleaba de lado a lado y con mucha dificultad podía ver más allá de la capota. La nieve estaba tan alta que decidí regresar, sin siquiera haber avanzado sino unas cuantas millas. Llamé al despachador nuevamente y pregunté si (o le informé) que regresaba a casa para sacar mi móvil para la nieve y que volvería a intentarlo. Le di mi descripción completa y le solicité que notificara a todos los oficiales en el área para que no intentaran detenerme. Se negó rotundamente a mi solicitud enfatizando que no había visibilidad y que con seguridad me perdería. De igual forma en mi voz más convincente le dije nuevamente que de todas maneras iría.
Finalmente aceptó mi pedido y llamó a los oficiales. Fue entonces que la adrenalina comenzó a atacar. Llamé a Kristina y con tranquilidad le dije lo que pretendía hacer y que necesitaba hablar con Miranda (nuestra hija de 14 años). Cuando Miranda llegó al teléfono le indiqué que fuera al sótano y que consiguiera mi caja de cambios. Lo que necesitaba se encontraba ordenadamente ubicado en el escaparate. Ella tenía todo en la puerta cuando llegué allí.
Allí comencé a entrar en pánico; la idea de estar fuera en esa tormenta me asustaba y el recorrer 40 millas por vez era un intento muy temerario. Ni siquiera estaba seguro de que podría lograrlo con tan solo un tanque de combustible. Entonces me detuve, moví la cabeza y oré para solicitar ayuda. Pregunté a mi Padre Celestial si estaba haciendo lo correcto. Sentí una pequeña tranquilidad y el pánico se desvaneció. Retorné al camino y enganché el carro incluyendo el carromato. El trabajito de enganchar el carromato inclusive me dio más calma.
Entré a la casa. Miranda tenía todo listo exactamente como le había solicitado. Tiré de mi caja de cambios, le dije a Kristina que no se preocupara, a lo que ella asintió. El tanque de combustible del móvil para la nieve estaba lleno. Generalmente se le guardaba así para ahorrar tiempo en un buen día. Salté en la suburbana y la retiré del camino. El tener el carromato enganchado hacía difícil conducir en la nieve profunda pero me sentía inclinado a conducir lo más que podía sin temor de estar fuera en una tormenta.
Recibí una llamada de la despachadora, dos paramédicos en una ambulancia cuatro por cuatro se habían ofrecido a traer las luces. Se habían contactado con el joven del hospicio en el bloqueo del camino, recogieron las luces, y se dirigían a mi encuentro. A ocho millas de distancia de Montpelier se quedaron atascados y comunicaron por radio de su posición. Le pedí que les dijera que mantuvieran sus luces de peligro encendidas para poder encontrarlos. También le pedí que les diera las gracias por hacer más allá de lo que sus obligaciones les exigen. Me deseó suerte y colgó.
Fue entonces que sentí que el verdadero temor se instalaba en mí. Mi corazón comenzó a palpitar con fuerza, Tenía que pensar en el pequeño Cameron, yo era la única opción que tenía. Tenía que mantenerme concentrado en lo que tenía que hacer. Los copos de nieve se hacían más grandes y más largos lo que hacía que fuera más difícil remontarlos y se hacía cada vez más penoso lograrlo.
Me preguntaba en qué momento debería detener el móvil para nieve para descargarlos, entonces allí comencé a orar. Sabía que tenía que conducir lo más posible para lograr tener la mayor cantidad de combustible para regresar. Oré con gran fuerza y en voz alta en la suburbana: “Ayúdame, Padre Celestial. Te suplico me digas donde detenerme. Guíame Padre Celestial. Te suplico me indiques el camino. En el nombre de Jesucristo. Amén”.
Y una y otra vez oré. Pronto me di cuenta de que las pequeñas oraciones no estaban surtiendo efecto por cuanto sentía un estupor de pensamiento entre ellas. Recordé algo que había aprendido un año antes cuando preparaba un discurso para una reunión sacramental por la que debíamos esperar por respuesta antes de cerrar nuestras oraciones. Así que lo intenté de nuevo con una pausa prolongada y trataba de escuchar por una suave y dulce voz que dijera, en la señal de parada o en la siguiente esquina, pero no tuve ninguna respuesta. Me empecé a poner nervioso y rogaba, suplicaba por tener una guía.
Lo que se convirtió en una perorata emocional finalmente se volvió una repetición de la misma oración: “guíame, enséñame, la senda a seguir”. Había estado repitiendo esto durante algún tiempo hasta que me di cuenta de lo que significaba, se trataba de la canción de la primaria “Soy un hijo de Dios”. Sentí como una inyección de energía y empecé a cantar la canción en su totalidad en voz alta. El hecho de sortear cada montículo de nieve comenzó a ser simple rutina, yo persistía en mantener la velocidad para proporcionar una inercia al toparme y trasponer cada obstáculo. Me sentí agradecido por los años que pasé como un aficionado a las 4x 4 que me habían preparado para este momento. “Guíame, enséñame, camina a mi lado, ayúdame a encontrar la senda. Enséñame todo lo que debo hacer para vivir con Él algún día (versión en inglés)”. En ese momento necesitaba continuar.
Había logrado llegar mucho más lejos de lo que pensé y me adentré a la ciudad de San Carlos. El viento se estaba tornando peor y la visibilidad era tan mala que tuve que bajar la ventana de mi lado para mirar al suelo de mi lado. “Guíame, condúceme, camina a mi lado, ayúdame a encontrar la senda”. Cuando en ese momento un claro en la tormenta dejaba ver la luz amarilla parpadeante de un marcador de camino y la capilla de San Carlos.
Yo me encontraba sobrecogido por el espíritu y sabía que esa era mi respuesta. El gran edificio servía como un corta viento, y el hombre tan ocupado que estaba haciendo funcionar ese limpia nieve para despejarla para los siguientes servicios de los próximos días había limpiado un espacio suficientemente ancho como para que yo redujera la velocidad, girara y me estacionara sin quedarme atascado. Cuando salí de la camioneta estaba sorprendido de lo calmado que estaba todo allí. Yo estaba seguro de que mi Padre Celestial me había escuchado y me había proporcionado una calma literal en la tormenta para hacer la transición al móvil para nieve. Una inyección de confianza me sobrecogió por lo que supe que Dios estaba conmigo. Me apresuré a ponerme el casco y mis guantes, incendié al monstruo de 800cc y acabé con la carretera cubierta de nieve.
No había avanzado 100 pies cuando golpeé un montículo de como 6 pies de alto y de por lo menos 60 pies transversales, que de hecho habrían enterrado la camioneta. Conforme me alejaba de las afueras de la ciudad la visibilidad se empeoraba así que ni siquiera lograba ver la capota. Tenía que sacar el cuerpo de costado inclinándome del lado derecho para que con las justas pudiera ver el piso desde allí. El viento soplaba de costado a unos 60 metros por hora con ráfagas de gasta 80 metros por hora y quizás más. Lo que yo supuse era que el camino no estaba cubierto de nieve. La única manera por la que yo podía determinar que estaba sobre el camino era por medio del surco cuadrado que deja una tormenta a su paso.
Aún cuando tenía dos cobertores encima y una especie de caparazón protector, el viento soplaba de tal manera que traspasaba hasta mi piel. La nieve empezó a acumularse entre los lentes sellados de mi casco. Cada respiro era como inhalar arena del desierto hasta que se fusionaba más allá de mi garganta. Yo continuaba entonando en voz alta en mi casco porque sabía que si no mantenía el espíritu conmigo estaría perdido y tenía todavía un largo camino por recorrer.
Después de haber transcurrido lo que parecía una hora pude divisar una pequeña luz adelante de mí. Me preocupó por un instante el que estuviera fuera del camino correcto y en algún lugar que me estuviera llevando directamente a la luz de alguna casa. De repente un auto, no, hay solamente una luz. No podía ser la ambulancia porque me parecía que todavía me restaban diez millas por recorrer antes de siquiera estar cerca. Conforme me acercaba vi un auto para nieve allí en el mismo centro de la pista frente a mí con el viento bloqueado por una especie de edificio. Aminoré la velocidad para chequear. Cuando me disponía a pasar vi a una persona con el rasgo de mi ojo haciendo señales con sus brazos. Me detuve y cuatro personas más salieron de la oscuridad.
Abrí mi casco y pregunté: “¿Quiénes son?”
La voz de una mujer respondió: “Yo tengo las luces”. Me quedé estático, salté de mi móvil para nieve y abracé a cada uno de ellos y les agradecí por haber traído las luces. Se trataba de un grupo de bomberos, paramédicos y personas que buscaban y rescatadores que habían oído de lo que estaba sucediendo en el rastreador de la policía y organizaron un pequeño grupo para trasladar las luces desde la ambulancia y encontrarme en algún lugar mientras hacían su viaje de regreso para rescatar a los dos paramédicos de la ambulancia así como también a esos dos motoristas atascados y las dos patrullas. Estos cinco eran ángeles enviados para aminorar mi carga.
Rápidamente regresé a mi motonienve para retornar a mi casa. Pensaba, a medio camino, todo lo que tengo que hacer es seguir mis huellas hasta la camioneta y estaré en casa libre. Error. Mis huellas se habían borrado después de los primeros cien pies y además era aún más difícil ver ya que mis lentes se habían llenado de nieve. Continué cantando, “Enséñame, guíame, camina a mi lado, ayúdame a encontrar la senda”. No podía ver nada; era todo una obscuridad blanquecina. Todo lo que podía ver era el interior de mi casco. Estaba concentrado en controlar los trotes que sufría al trasponer cada montículo debajo de mí. Encontré la camioneta en la calma subreal de la tormenta, me subí y enrumbé a casa. Lidiar con los montículos era un poco más fácil al retornar aunque toda evidencia de mi primer paso se había desvanecido. Cualquier cosa parecía más fácil después de las veinte largas millas en el móvil para nieve.
Llegué a casa e inmediatamente me dispuse a trabajar con Cameron para que se pusiera las luces. Tan pronto como conseguimos que empezaran a funcionar, Kristina llamó al doctor y le comunicó las buenas noticias. Se sintió aliviado pero nos instruyó que lo lleváramos al hospital tan pronto la tormenta cesara y los caminos fueran reabiertos. Llamé a la despachadora y declaré mi misión cumplida y le agradecí por toda su ayuda. Ella consintió en compartir mi agradecimiento con todos aquellos que habían participado.
A la mañana siguiente la tormenta había cesado y el cañón fue abierto. Cogimos a Cameron y lo llevamos al hospital. Cameron pasó dos días en lo que parecía una cama bronceadora con dos grandes reflectores brillando sobre él. Tenía que tener puesta una máscara para proteger sus ojos de la intensa terapia de luz. El fue dado de alta y está bien a pesar de su engreimiento, llanto y sollozos por todo pero lo amamos de todas maneras.
Celebramos el primer cumpleaños de Cameron y miro retrospectivamente a esa circunstancial tormenta y doy gracias a mi Padre Celestial que caminó de mi lado esa noche y me mostró el camino. Sé que no hubiera podido hacerlo solo, simplemente no habría habido manera de hacerlo. En momentos de desesperación cuando sentimos que nuestras oraciones no están siendo escuchadas lo único que necesitamos es mantenernos firmes allí, quizás cantar un poquito y confiar en que Dios tiene un plan para nosotros. Recordé todas las experiencias que había tenido (el cable de la dirección roto, atascado en un cañón, etc.) y me di cuenta de que Dios me estaba enseñando y preparando para criar a mi familia. Todos nosotros tendremos tormentas diferentes y en la manera en que las enfrentemos y a quien nos volvamos para pedir ayuda determinará el cómo saldremos de todo ello.
Todos no encontramos en una tormenta económica que nos ha puesto a muchos en una situación de pánico, desesperación, y pérdida de ambición. Ahora, más que nunca necesitamos poner nuestra confianza en el Señor y ser pacientes porque El proveerá y nos dará calma en la tormenta y nos preparará para la siguiente etapa de nuestra travesía. El tiene un plan para cada uno de nosotros pero necesitamos estar escuchando para que no lo perdamos. Mi fe fue fortalecida por esta experiencia y espero que al compartirla, la vuestra también se haya fortalecido.