La genealogía que inicia el Evangelio de Mateo comienza con la fórmula, “Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham” (Mateo 1:1). Empieza con Abraham, termina con José, “marido de María, de la cual nació Jesús, llamado el Cristo.” (Mateo 1:16). Aunque el texto posterior deja en claro que el niño Jesús fue concebido por el poder del Espíritu Santo, José aceptó la plena responsabilidad de Jesús, como lo demuestra el dar formalmente un nombre al bebé en Mateo 1:25. Este acto constituye el reconocimiento legal de Jesús como hijo de José y ayuda a explicar la importancia de José en el relato que hace Mateo sobre la infancia de Jesús, en comparación con Lucas, donde María toma el papel principal.
La genealogía Mateana se divide en tres series de catorce generaciones. Estas divisiones se extienden desde Abraham a David, de David al exilio, y desde el exilio a Cristo. El primero de estos periodos fue de aproximadamente 750 años, el segundo de 400 y el tercero de 600, lo que hace poco probable que cada uno de los períodos en realidad consistiera de catorce generaciones. Al ser selectivo sobre los nombres que se incluyen en la lista, Mateo pudo hacer hincapié en la importancia del número catorce, el equivalente numérico del nombre David, enfatizando el tema del Evangelio que Cristo fue hijo legítimo de David.
El énfasis en que Jesús era descendiente de Abraham sugiere otro tema, a menudo pasado por alto-que Cristo fue la semilla de Abraham a través de la cual todas las naciones de la tierra serían bendecidas (Génesis 22:18). Además de María-y en lugar de los cuatro previstos matriarcados de Génesis (Sara, Rebeca, Raquel, y Lea)-la genealogía sorprendentemente incluye cuatro diferentes mujeres, todas con coloridas historias: Tamar (Tamar, Génesis 38), Rachab (Rahab, Josué 2), Ruth (Ruth 2-4), y la esposa de Urías (Betsabé, 2 Samuel 11-12). Estas mujeres actúan en lugar de esperar que actuaran por ellas. Además, debido a que fueron extranjeras o forasteras, sus posiciones en el linaje de Jesús pueden simbolizar que todo el mundo tiene una parte en Cristo.