Presidente Howard W. Hunter

Presidente del Quórum de los Doce Apóstoles

howard-w-hunter-mormonHoward W. Hunter, el entonces presidente de la Iglesia Mormona, habla de la importancia de tener a Cristo en el centro de nuestra vida. También habla de respetar a Cristo y compartir Su mansedumbre como partes importantes de la fe mormona.

Este día domingo es el que tradicionalmente el mundo llama Domingo de Ramos. Es el aniversario de la importante ocasión ocurrida hace casi dos mil años, cuando Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, inicio Su declaración póstuma sobre Su divinidad, entrando en la Ciudad Santa como el Mesías prometido

Cabalgando sobre una asna, en cumplimiento de la antigua profecía de Zacarías (véase Zacarías 9:9), se dirigió al templo a través de un corredor formado por la alegre multitud que ponían hojas de palmeras, ramas florecidas y algunos hasta sus mantos para adornar el camino del rey. Él era Su rey y ellos sus discípulos. “¡Hosanna al Hijo de David!”, gritaban. “¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mateo 21:9)

Por supuesto que ese sendero tan amorosamente arreglado conduciría más tarde al aposento alto y luego a Getsemaní.  Después de detenerse en el hogar de Anás, en la corte de Caifás y en el cuartel general de Pilato, lo conduciría, por supuesto, al Calvario.  Pero no terminaría allí. El sendero lo llevaría a la tumba en el jardín y a la hora triunfal de la resurrección que celebramos anualmente el Domingo de Pascua, dentro de una semana.

En esta hermosa época del año, en el despertar anual del hemisferio norte, cuando el mundo se renueva, florece y se vuelve fresco y verde nuevamente, en forma instintiva pensamos en Jesucristo, el Salvador del mundo, el Redentor del género humano, la fuente de luz, y de vida y de amor.

A modo de un mensaje de Domingo de Ramos y de Pascua de Resurrección, elegí para mi breve discurso esta mañana la letra de un antiguo y sagrado himno que se le atribuye a Bernard de Clairvaux y que se supone data de hace 900 años. Junto al resto del mundo cristiano, los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días cantan reverentemente:

Tan solo con pensar en ti

Me lleno de solaz,

Y por tu gracia, oh Jesús,

Veré tu santa faz

En Domingo de Ramos, y en Pascua de Resurrección la próxima semana, en forma muy natural nos ponemos a pensar en Jesucristo. De hecho, durante la Pascua, al igual que la Navidad, son las únicas veces en todo el año en que algunos de nuestros hermanos del rebano cristiano encuentran su camino hacia la iglesia. Eso es admirable, pero nos preguntamos si los pensamientos de Jesucristo que nos llenan “de solaz” el corazón, no deberían ser mucho más frecuentes y constantes en todo momento y en toda etapa de nuestra vida. ¿Cuán a menudo pensamos en el Salvador? ¿Con cuanta profundidad y con cuánto agradecimiento y con cuánta adoración reflexionamos sobre Su vida? ¿Cuán importante es Él en nuestra vida?

Por ejemplo, ¿qué parte de un día normal, de una semana de trabajo o de un pasajero mes dedicamos a “tan solo pensar en Él”? Quizás no lo suficiente en el caso de algunos de nosotros.

Con toda seguridad la vida sería más tranquila, los matrimonios y las familias más fuertes, y ciertamente los vecindarios y las naciones serían más seguros y amables y más constructivos si nuestro pecho se llenara con más de ese “solaz” del Evangelio de Jesucristo.

A menos que pongamos más atención a los pensamientos de nuestro corazón, me pregunto qué esperanza tenemos de merecer esa grata alegría, esa dulce recompensa: el cantar algún día “Jesús, veré tu santa faz”.

A todo momento y en toda época del año (no solo durante la Pascua de Resurrección), Jesús nos pregunta, a cada uno de nosotros, como lo hizo luego de Su triunfante entrada en Jerusalén hace ya muchos años: “¿Que pensáis del Cristo? ¿De quién es hijo?” (Mateo 22:42)

Nosotros declaramos que es el Hijo de Dios y que la realidad de ese hecho debería llenar nuestra alma con mayor frecuencia, y espero que así sea durante esta época de Pascua y siempre.

Jamás el hombre oirá

tan melodioso son

como tu nombre, oh Jesús;

tu das la salvación.

como tu nombre, oh Jesús

tu das la salvación

Testificamos, como lo hicieron los antiguos profetas y apóstoles, que el nombre de Cristo es el único nombre dado bajo los cielos por el cual el hombre, la mujer o los niños pueden salvarse.  Es un nombre bendecido, un nombre clemente, un nombre sagrado. En verdad, “jamás el hombre oirá tan melodioso son como tu nombre, oh Jesús”.

Pero así como debemos pensar en el nombre de Cristo más a menudo, y usarlo en forma más sabia y mejor, cuan trágico es saber y cuanto dolor nos causa cuando se rebaja el nombre del Salvador de la humanidad al usarlo entre profanidades.

En esta época de Pascua, cuando se nos recuerda nuevamente todo lo que Cristo ha hecho por nosotros y que dependemos de Él para Su gracia redentora y resurrección personal, y cuan singular es Su nombre para eliminar la maldad y la muerte y salvar al género humano, ruego que todos nosotros respetemos y reverenciemos Su santo nombre y, en forma cordial y amable, recomendemos a los demás a que hagan lo mismo. Junto a este hermoso himno como recordatorio, elevemos el uso del nombre de la Deidad a la altura sagrada y amorosa que merece, y que a la vez se nos ha mandado.

Así como en los tiempos antiguos, en nuestros días Cristo ha declarado: “… cuídense todos los hombres de cómo toman mi nombre en sus labios… Recordad que lo que viene de arriba es sagrado, y debe expresarse con cuidado y por constreñimiento del Espíritu” (D. y C. 63; 61, 64).

Amamos el nombre de nuestro Redentor, y ruego que lo redimamos del mal uso a su noble y recta posición

El de sumiso corazón

en ti perdón tendrá.

Al pecador que vuelva a ti,

la redención darás.

¡Qué hermosa estrofa y qué mensaje de esperanza, basado en el evangelio de Jesucristo! ¿Hay alguien entre nosotros, cualquiera sea su condición en la vida, que no necesite perdón y redención? Estas son las necesidades universales del ser humano, y son las promesas de Cristo a Sus seguidores. En esta estrofa, se da la esperanza a todos los de “corazón sumiso” y gozo “al pecador que vuelva a ti”.

El arrepentimiento tiene precio: nos cuesta el orgullo y la insensibilidad, pero en especial, nos cuesta el pecado. Porque, como lo supo el padre del rey Lamoni hace veinte siglos, este es el precio de nuestra esperanza. “¡Oh Dios!”, clamó, “… ¿te darías a conocer a mi?, y abandonare todos mis pecados para conocerte,… para que sea levantado de entre los muertos y sea salvo en el postrer día” (Alma 22:18). Cuando nosotros también estemos deseosos de dejar todos nuestros pecados para conocerlo y seguirlo, nosotros, también, estaremos llenos con la esperanza de la vida eterna

“¿Y qué pasará con el sumiso? En un mundo muy preocupado por ganar a toda costa, que se vale de la intimidación para llegar a ser siempre el primero, no son muchos los que se ponen en una línea para comprar un libro que recomiende ser mas sumisos.  Sin embargo, el manso heredará la tierra, una corporación bastante impresionante, ¡y lo hará sin intimidación! Tarde o temprano, y rogamos que sea temprano y no tarde, todos reconocerán que el camino de Cristo no sólo es el camino correcto, sino que a la postre el único camino de esperanza y gozo. Toda rodilla se doblara y toda lengua confesara que la caballerosidad es mejor que la brutalidad, que la bondad es mayor que la coerción, que la voz apacible aleja la ira. Al final, lo antes posible, debemos ser más como Él. “¡Al pecador que vuelva a ti, la redención darás!”

Permítanme terminar mis palabras como lo hizo el autor de ese antiguo himno:

Sé nuestro gozo, oh Jesús;

del nulo ten piedad;

danos tu gloria celestial

por la eternidad.

Esta es mi oración personal y mi deseo para todo el mundo en esta mañana. Testifico que Jesús es la única fuente de felicidad duradera, que nuestra única paz duradera yace en Él. Es mi deseo que todos recibamos Su “gloria celestial”, la gloria que cada uno anhela en forma individual y la única recompensa que será de valor eterno para los hombres y las naciones. Él es nuestra recompensa durante toda la eternidad; cualquier otra es vana; cualquier otra grandeza se desvanece con el tiempo y se disuelve con los elementos. Al final, al igual que durante esta semana de Pascua, nunca sentiremos un verdadero gozo, salvo el que recibimos de Cristo.

En esta sagrada época del año, llena con la promesa de una vida renovadora, seamos seguidores más devotos y disciplinados de Cristo. Apreciémoslo en nuestros pensamientos y pronunciemos Su nombre con amor. Arrodillémonos ante Él siendo sumisos y misericordiosos. Bendigamos y sirvamos a otros para que ellos puedan hacer lo mismo.

Sé nuestro gozo, oh Jesús;

del malo ten piedad;

danos tu gloria celestial

por la eternidad.

En el nombre de Jesucristo. Amén

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